Con sus manos de crío
abrazaba alas de pájaro.
Yo le veo;
sin pudor, ajeno,
volviendo a colocar los números
de aquellos jardines
cansado ya de su orden cartesiano.
Le veo, en la casualidad de su infancia,
perderse una y otra vez
como si soñara, libre de nuevo,
con heroicas hipotenusas
por las que ascienden, una vez más,
los adultos entramados del futuro.
yo le veo
jugando, en los surcos de su piel
con la gravedad de infante,
a devolver las manzanas caídas
a sus newtonianas ramas
y, en su pereza cuántica,
ordenar, ¡cómo sólo saben hacerlo los niños!,
un primitivo universo.
Le veo matemáticamente puro
en el paso del tiempo
y admiro la geometría de su silencio,
y la titubeante caligrafía de su risa
amontonando los cubos de esos rompecabezas
en los que escondimos el tiempo perdido
y el seno de aquellas cuerdas
con las que nos educaron.
Le veo, en la perdida pureza
de la proporción áurea de su infancia,
reconstruyendo tablas
períodicamente imprecisas en su ciencia
y calcular con los dedos
el peso atómico de los besos que no nos dimos.
Yo le veo cultivar absorto
campos de arena cautiva
en el País de Nunca Jamás
y en la lluvia de sus dunas
hallar la simetría
para someter el océano
por el que navegan piratas funcionarios;
veo como esconde sus tesoros
en aquellas islas desiertas que, día a día,
fuimos abandonando.
Le veo y deseo sentarme a su lado,
cubrirme con él del mismo barro,
contarnos secretos intrascendentes
de este pueril amor anciano
y elevarnos dos pi erre al cuadrado.